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sábado, 5 de mayo de 2012

Juan Villoro: Reloj de sangre

04 de mayo de 2012

¿Cuántas formas tenemos de entender el pasado? ¿Sus mensajes de arcilla siguen abiertos? Los sucesos antiguos no concluyen, no del todo. La tradición nunca está quieta.

El visitante que recorre un museo de arte prehispánico contempla una mezcla de sofisticación y culto a la muerte. Mientras retrata piezas con su celular, el sujeto contemporáneo acepta los méritos de una tecnología cuya materia prima fue la piedra, pero se sobresalta ante los muchos utensilios que servían para abrir la piel. La ubicua presencia de Xipe-Totec, Nuestro Señor el Desollado, enfatiza la importancia de los ritos de tránsito. Las calaveras de piedra, los depósitos para los corazones, los cuchillos de obsidiana son sílabas del sacrificio. En el mundo prehispánico cada acto tenía un componente religioso y la sangre era la más socorrida forma de plegaria. Los dioses debían ser alimentados. Habían creado al hombre para ello. No es difícil admirar a un pueblo que dominó la astronomía y la arquitectura al grado de provocar que una serpiente de sombra ascienda por una pirámide una vez al año. Sin embargo, los sacrificios humanos complican la aceptación de esa herencia. Podemos identificarnos sin problemas con una edad de mágica haraganería en que los dioses silbaban para que las piedras formaran pirámides, pero difícilmente llenaríamos una solicitud para participar en la guerra florida.


En "La noche boca arriba", Julio Cortázar narra la historia de un motociclista que se accidenta. En su delirio, cree formar parte de un ritual de sacrificios aztecas. Luego, la historia se muerde la cola: el protagonista es en realidad un azteca que imagina un futuro incomprensible donde avanza a velocidad, sentado en algo que vibra y ruge, y donde puede morir a cada instante. ¿Qué plano de la historia inquieta más? Hagamos un ejercicio semejante: ¿qué pensaría un maya de un país con más de 50 mil muertos en cinco años? Para apaciguar ese porvenir, imaginaría que los dioses han aumentado sus requisitos y requieren de desmedidos sacrificios. Las decapitaciones y los apuñalados con un mensaje en el pecho le sugerirían un intrincado código del horror. Trataría de descifrar claves para vincular esa danza de la muerte con la divinidad. Con detallado espanto, fracasaría. En esa injustificable versión del futuro la muerte violenta no tendría sentido ni tregua. Comparado con el México de 2012, el arduo inframundo de Xibalbá semejaría un sitio de descanso. Mercedes de la Garza ha recreado la civilización maya con apasionado rigor en numerosos libros. En Rostros de lo sagrado en el mundo maya se concentra en los aspectos rituales de una civilización donde cada cosa es un signo. Este viaje ilustrado permite una inquietante comparación entre la cultura maya, que juzgamos admirable pero sanguinaria, y un presente donde reclamamos la posibilidad de ser modernos y encontramos cuerpos en las carreteras.

De la Garza explica que ningún delito era peor para los mayas que el asesinato, y cita a Fray Diego de Landa: "Tenían por cosa horrenda cualquier derramamiento de sangre, si no era en sus sacrificios". La muerte reclamaba una razón. Cazar un venado podía llevar a un rito expiatorio. Los dioses antiguos eran seres imperfectos, precarios; peleaban entre sí. Debían ser pacificados y necesitaban alimento. "La sangre humana era sagrada porque provenía de los dioses mismos", comenta la historiadora. Mezclada con el maíz, había producido al hombre; al derramarla se ofrendaba lo más valioso, por ser lo que más dolía. Sólo así se impedían las tormentas, las sequías, las hambrunas, los cataclismos que podían provocar los dioses inciertos. "Los mayas mataban para evitar la muerte", concluye De la Garza. Esta paradoja explica la importancia del sacrificio y el severo cálculo con que se cumplía.

El pasado maya no fue un periodo enamorado de la sangre. Los cuerpos se abrieron como último y temido recurso. Por otra arte, el más allá no representaba, como el paraíso cristiano, un reconfortante lugar de viaje. Había que librar obstáculos para llegar ahí, y no se estaba en paz. Sólo los muertos por agua, algunos enfermos y los sacrificados llegaban a un cielo compensatorio. Durante la conquista ya se producía un significativo desplazamiento simbólico: los perros suplantaban al hombre en el sacrificio. El animal más querido, el guía al inframundo, alimento y consuelo, era cedido como valioso sustituto. De la Garza conjetura que, aun sin la llegada de la cultura española, los sacrificios humanos habrían sido relevados por sacrificios de animales, equivalentes mesoamericanos del cordero o el chivo expiatorio.

El sacrificio sólo tiene sentido si se valora como un costoso derroche de la vida. Aunque difícilmente nos sentiríamos cómodos en una época con tan cruentas exigencias religiosas y tan pocos aparatos, vale le pena asomarnos a ese espejo distante. ¿Qué reflejo brinda de nuestro tiempo, inmerso en una violencia sin significado alguno?
La tradición nunca está quieta. El pasado se mueve, y pide cuentas.
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kikka-roja.blogspot.com

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